En 1925, tras la muerte de Erik Satie, sus amigos penetraron en su casa de Arcueil, donde nadie —salvo él mismo y los perros que recogía de la calle— había entrado durante veintisiete años. Allí encontraron miles de páginas que recogían textos y partituras inéditos; su correspondencia con Suzanne Valadon —su única amante conocida— y el retrato que esta le había pintado en 1893; una amplia colección de dibujos de castillos medievales; un centenar de paraguas; siete trajes de la época en la que el compositor era apodado “The Velvet Gentleman”, todos idénticos, y, entre el polvo y las telarañas, dos pianos con las cajas llenas de papeles y cuyos pedales habían sido atados. La sorprendente conclusión es que Satie había compuesto durante décadas sin utilizar el piano.

Para el gran público, Satie debe su fama a sus Gymnopedies y sus Gnossienes, pero es mucho más que estas dos hipnóticas colecciones de piezas. Satie es uno de los más peculiares, carismáticos y fecundos compositores de la modernidad y su obra es imprescindible a la hora de abordar la evolución desde el romanticismo a las vanguardias históricas. Su biografía, no menos singular, es claro ejemplo de las corrientes y contradicciones que caracterizan el paso de lo decimonónico a lo contemporáneo. Profeta del absurdo y del minimalismo, fue un adelantado a su tiempo que, como él mismo escribió, nació muy joven en un mundo muy viejo. A lo largo de su vida fue sucesivamente antiwagneriano, modernista, medievalista, orientalista, clasicista, surrealista y dadaísta. Y, paralelamente, cristiano, rosacruz, agnóstico, ateo, socialista, radical-socialista y comunista. Fue amigo de Stravinsky, de Picasso, de Cocteau y de la princesa de Polignac, pero también llevaba cada jueves de excursión a los niños de las escuelas de Arcueil. Con lúcida ironía, con mordacidad lúdica, se internó en todos los caminos y en todos descubrió senderos inéditos. Compuso canciones de cabaré y misas para una religión que él mismo había fundado; ballets instantaneístas y música para perros; piezas especialmente pensadas para los niños y música de mobiliario —compuesta para no ser escuchada—; una obra de casi veinticuatro horas de duración y la primera partitura escrita expresamente para el cine; descripciones automáticas y una adaptación musical de los Diálogos de Platón. Pero, al mismo tiempo, alternó su actividad musical con la literaria, pariendo multitud de breves textos en los que brilla su singular ingenio.

Asimismo, se vio involucrado en arduas polémicas: Saint-Saëns, Debussy, Ravel, el célebre crítico de la época Willy, Breton —a quien se enfrentó en defensa de Tristan Tzara durante la confrontación entre surrealismo y dadaísmo— son solo algunos de los nombres relacionados con este aspecto de su biografía.

En lo personal, no obstante, la de Satie es una historia de soledad y pobreza, de triunfos estéticos y fracasos sociales, de tiernas amistades y traiciones inesperadas, de contradicciones inexplicables y obsesiva búsqueda de la belleza y la verdad a través de nuevos territorios estéticos. A esa figura, contradictoria, magnética y genial es a la que se acerca Satie: Monólogo musical para dos pianos mudos, espectáculo teatral que encuentra a Satie en su último invierno, en la soledad de su casa de Arcueil, enfrentado a sí mismo, intentando hallar el sentido último de toda una vida marcada por el talento y la incomprensión.

+ Info: Teatro Pérez Galdós

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Las Palmas de Gran Canaria

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